Este artículo propone una reflexión crítica sobre el estado actual de la integración regional en América Latina, recuperando tradiciones de pensamiento del Sur y abordando sus tensiones, desafíos y potencialidades desde una mirada situada. A través de un análisis de los obstáculos estructurales, institucionales y políticos que enfrenta el regionalismo latinoamericano, se argumenta que la fragmentación no es un fenómeno espontáneo, sino un dispositivo de poder que limita las capacidades de acción colectiva de la región. Más que ofrecer soluciones cerradas, el texto examina el carácter disputado de los procesos de integración y plantea que, frente al escenario global de crisis múltiples, se vuelve indispensable resignificar la integración como una política pública multidimensional, con anclaje social y proyección estratégica. En sus tramos finales, se analizan dos instancias clave –el Consenso de Brasilia y la COP30 en Belém– como oportunidades concretas para relanzar un regionalismo soberano, ambiental y cooperativo desde el Sur Global.
											LA INTEGRACIÓN COMO CAMPO DE DISPUTA POLÍTICA
La historia de los procesos de integración regional en América Latina ha estado marcada por una tensión permanente entre proyectos de unidad continental y dinámicas fragmentadoras, muchas veces impuestas desde fuera pero también reproducidas por las propias élites nacionales, como señala la literatura crítica sobre integración regional.
La integración regional en América Latina no es una invención reciente ni una reacción coyuntural al contexto global actual. Por el contrario, constituye una larga tradición política y estratégica que hunde sus raíces en las luchas por la independencia y en los proyectos unionistas del siglo XIX, como los impulsados por Simón Bolívar, José de San Martín y la generación de próceres que imaginaron a Nuestra América como una entidad regional frente a las potencias imperiales. Desde entonces, la integración ha sido una respuesta recurrente frente a los ciclos de dominación extranjera y división promovida desde fuera.
Ya en el siglo XX emergieron formas institucionalizadas de cooperación, como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), creada en 1960 bajo el impulso de la CEPAL y de economistas estructuralistas como Raúl Prebisch, que proponían un regionalismo funcional a la industrialización sustitutiva. En los años 80, ALALC dio lugar a la ALADI (Asociación Latinoamericana de Integración), que intentó adaptar ese proyecto a un nuevo contexto, más inclinado al libre comercio y a la apertura externa. A pesar de sus limitaciones, estas experiencias constituyeron el primer intento serio de articular economías nacionales fragmentadas en una estrategia regional común, y de pensar el desarrollo desde la región y no desde los centros de poder global.
El ciclo de integración posneoliberal iniciado a comienzos del siglo XXI –con UNASUR, ALBA-TCP, MERCOSUR ampliado y luego CELAC– retomó esa herencia, pero la reconfiguró con un lenguaje nuevo: el de la soberanía regional, la cooperación Sur-Sur, la salud como derecho, la defensa común y la integración como política pública, no solo como política exterior. En particular, UNASUR y el Consejo Suramericano de Defensa representaron un salto cualitativo en la construcción de una arquitectura institucional autónoma, con capacidad para mediar en conflictos, articular políticas de salud o enfrentar golpes de Estado. El vaciamiento posterior de estos organismos no invalida su importancia histórica: más bien demuestra que la integración sin arraigo político ni respaldo social puede ser revertida con facilidad.
Este artículo propone una lectura crítica del estado actual de la integración, entendida como una construcción política atravesada por disputas ideológicas, intereses en pugna y asimetrías estructurales. Desde una mirada situada, se argumenta que la integración no debe limitarse a sus dimensiones institucionales ni económicas: se trata de una política regional con vocación transformadora, que requiere liderazgo, gobernanza multinivel pero sobre todo arraigo social.
Tal como destaca la literatura latinoamericana, la integración regional constituye ante todo una empresa política. No se trata de un proceso técnico-administrativo neutro, sino de un campo de disputa por el poder, atravesado por intereses divergentes, proyectos de desarrollo en conflicto y profundas asimetrías, tanto internas como externas. El rumbo, el alcance y el contenido de la integración dependen de las correlaciones de fuerza, de las luchas ideológicas y de las decisiones soberanas sobre qué modelo de región construir, para quiénes y con qué fines. En este sentido, integrar es construir un horizonte común que permita disputar sentidos, narrativas y prioridades frente a un orden internacional crecientemente fragmentado, desigual y excluyente.
Esta perspectiva permite vincular la integración no solo a la política exterior, sino a una estrategia más amplia de desarrollo autónomo, acumulación de capacidades y construcción de soberanía colectiva. La integración es también una herramienta para defender el derecho de los pueblos a decidir su propio destino, generar bienestar y garantizar derechos en un contexto global donde las lógicas del capital financiero, el extractivismo y la subordinación tecnológica refuerzan la dependencia estructural.
El presente artículo se propone, por lo tanto, contribuir a este debate estratégico. En un escenario internacional de policrisis marcado por nuevas tensiones geopolíticas, transiciones energéticas y crisis ecosociales, repensar la integración latinoamericana desde una mirada crítica, situada y multidimensional ya no es solo una tarea académica sino una urgencia política.
LA FRAGMENTACIÓN COMO DEBILIDAD ESTRUCTURAL
La fragmentación de América Latina no es un fenómeno reciente ni accidental, sino el resultado histórico de estructuras coloniales, imperiales y neoliberales que moldearon una geopolítica funcional a la dependencia. Desde el pensamiento crítico latinoamericano, esta disgregación se entiende como una condición estructural inducida, que debilita la capacidad de la región para actuar como sujeto político autónomo (Sanahuja 2012; Riggirozzi y Tussie 2012). Las potencias hegemónicas promovieron la balcanización desde las guerras de independencia, conscientes de que un bloque regional cohesionado amenazaba el statu quo global. Esta lógica se reforzó luego por la Guerra Fría, los condicionamientos de la deuda externa, iniciativas como el ALCA y el disciplinamiento de los organismos financieros internacionales (Fundación Carolina 2023-2024).
En décadas recientes, tratados bilaterales de libre comercio, la superposición de organismos regionales sin articulación y la competencia fiscal entre Estados agudizaron esta fragmentación, generando un entramado normativo funcional al capital transnacional. Esto impide negociar estándares regulatorios comunes, proteger bienes estratégicos o controlar cadenas de valor.
La pandemia de COVID-19 visibilizó crudamente las consecuencias de esta disgregación: sin una estructura regional de salud como la que ofrecía UNASUR, prevalecieron respuestas aisladas, dependientes del mercado global. La desarticulación del ISAGS impidió coordinar producción de vacunas, compras públicas o investigación biomédica. Sin embargo, esa misma experiencia mostró el potencial de una integración anclada en capacidades científicas, tecnológicas y productivas propias.
En este contexto, la integración regional debe entenderse como una condición estructural para la autonomía del Sur. No es un accesorio diplomático, sino una estrategia central para el desarrollo nacional frente a un orden internacional desigual. Una arquitectura regional cohesionada amplía márgenes de maniobra, potencia capacidades comunes, fortalece la negociación colectiva y permite articular defensas compartidas. Se trata de un proyecto civilizatorio que redefine el lugar del Sur en el mundo, como sostienen Simonoff y Lorenzini (2019), más que una simple coordinación entre Estados.
La fragmentación no solo compromete la eficacia institucional, sino también la posibilidad de construir una identidad regional con sentido político e histórico. América Latina fragmentada no puede narrarse como sujeto: la falta de voz común en foros multilaterales, la incapacidad de proteger bienes comunes como el litio, la Amazonía o el agua dulce, o de acordar agendas frente a desafíos, como la IA o el cambio climático, son síntomas de una fractura identitaria que también pone en riesgo la paz regional cuando se reemplaza el diálogo por alineamientos con potencias industriales y bélicas.
Uno de los mayores obstáculos del regionalismo latinoamericano ha sido su dependencia de estructuras institucionales frágiles, poco resilientes a los vaivenes de la política interna. Sin voluntad política sostenida ni respaldo social amplio, incluso los diseños más ambiciosos tienden a vaciarse de contenido. UNASUR lo ejemplifica claramente: aunque en sus primeros años avanzó en defensa, salud y resolución de conflictos, su posterior debilitamiento mostró que ninguna institucionalidad se sostiene sin una convergencia estratégica duradera entre gobiernos (Sanahuja 2012).
El institucionalismo regional ha oscilado entre fases de densidad normativa y de colapso abrupto, revelando una arquitectura discontinua y vulnerable. Esta lógica de “instituciones reversibles” responde a un déficit estructural: la falta de autonomía relativa respecto de las dinámicas domésticas (Riggirozzi y Tussie 2012). A diferencia de la UE, donde las instituciones adquirieron vida propia, en América Latina siguen subordinadas a las coyunturas nacionales.
No se trata solo de un problema técnico o jurídico. El vacío institucional refleja una desconexión más profunda: la ausencia de legitimidad social. Históricamente, la integración ha sido monopolizada por las élites diplomáticas, sin apropiación ciudadana. Sin una dimensión social, se convierte en un artificio burocrático, sin capacidad transformadora.
Por ello, urge construir una nueva institucionalidad regional que combine eficiencia con legitimidad, inclusión y participación. Esto requiere mecanismos de gobernanza multinivel que integren actores subnacionales, universidades, movimientos sociales, sindicatos y sectores productivos. La resiliencia no se forja solo con normas, sino con base social, arraigo territorial y capacidades colectivas.
A la par, es necesario abandonar la lógica tecnocrática del regionalismo funcionalista. La integración debe ser una herramienta para construir poder regional, articular soberanías en clave cooperativa y disputar sentidos en la arena internacional. Para ello hacen falta liderazgos políticos comprometidos, agendas comunes, financiamiento propio y estructuras institucionales orientadas a resultados concretos.
Ante los desafíos contemporáneos –crisis climática, transición energética, soberanía digital, seguridad alimentaria– el regionalismo latinoamericano debe dejar de imitar modelos externos y diseñar una institucionalidad situada, flexible y enraizada en las realidades de Nuestra América. No se trata de copiar a Europa, sino de aprender de sus tensiones para construir desde el Sur una integración propia, popular y transformadora.
INTEGRACIÓN REGIONAL Y ORDEN GLOBAL EN DISPUTA
La integración regional latinoamericana debe pensarse no solo como un proyecto político interno, sino como una estrategia frente a un sistema internacional en profunda reconfiguración. El siglo XXI avanza hacia un orden multipolar inestable, marcado por la disputa entre China y EE. UU., el debilitamiento del multilateralismo liberal y el ascenso de regímenes de poder fragmentados, bilaterales y competitivos. En este escenario, América Latina corre el riesgo de convertirse en un terreno pasivo de confrontación si no refuerza su articulación regional y proyección conjunta.
La llamada “segunda Guerra Fría” entre Washington y Pekín se libra en los planos tecnológico, comercial y financiero. Disputas por la soberanía digital, la transición energética o el control de insumos estratégicos –como el litio, los semiconductores y los alimentos– colocan a América Latina en el centro de interés global, tanto por sus recursos como por su valor geopolítico. Esta competencia redefine los márgenes de autonomía regional.
A la vez, el multilateralismo tradicional atraviesa una crisis de legitimidad y eficacia. Instituciones como la OMC, el FMI o la ONU pierden capacidad de gobernanza, mientras proliferan acuerdos bilaterales, alianzas informales (como la de los países BRICS, o el Quad) y sanciones cruzadas. Una América Latina fragmentada queda expuesta a estas dinámicas sin herramientas para negociar colectivamente cuestiones críticas como la deuda, el comercio digital o la gobernanza ambiental.
En este contexto, la integración no puede limitarse a declaraciones simbólicas. Debe ser una herramienta efectiva para aumentar la autonomía estratégica regional, proyectando una voz común, fortaleciendo alianzas Sur-Sur (especialmente con Asia y África), diversificando vínculos internacionales y coordinando políticas regionales en temas como tecnología, transición ecológica, cadenas de valor y defensa. La experiencia de UNASUR, el Consenso de Brasilia y la CELAC adquieren nuevo sentido en esta geopolítica global.
La ampliación de los BRICS en 2023, impulsada por Brasil y China, ofrecía a América del Sur una oportunidad concreta para disputar poder global. Luego de dos años de negociaciones la Argentina fue incorporada, en un reconocimiento a su peso estratégico como actor bisagra. La aceptación del presidente Alberto Fernández fue coherente con una política exterior autónoma y diversificada. No obstante, el gobierno de Javier Milei rechazó formalmente el ingreso, en un gesto que refleja su alineamiento con EE. UU. e Israel y una visión subordinada del rol internacional de Argentina. Esta renuncia implica desaprovechar una plataforma clave de cooperación Sur-Sur en áreas como la financiación alternativa, inteligencia artificial o la transición energética, debilitando la voz latinoamericana en el escenario global.
LA INTEGRACIÓN ESTRATÉGICA: ENERGÍA, SALUD, CIENCIA Y CULTURA
Para que la integración latinoamericana sea un proyecto transformador y no meramente discursivo, debe anclarse en dimensiones estratégicas con impacto real en la vida cotidiana. Energía, salud y ciencia no son sectores técnicos: son espacios de disputa por el poder, la soberanía y el modelo de desarrollo. La integración se valida en hechos concretos: la producción de vacunas, la interconexión energética, el impulso a la movilidad sustentable como motor industrial, la cooperación en energía nuclear con fines pacíficos y el fortalecimiento de redes científico-tecnológicas regionales.
La pandemia de COVID-19 expuso la fragilidad del multilateralismo sanitario. De haberse sostenido el espacio de salud de UNASUR, la región podría haber respondido de forma más articulada y menos dependiente del mercado global. Ello habría permitido reducir la mortalidad y construir un mercado regional de producción biomédica. La vacuna ARVAC “Cecilia Grierson”, desarrollada íntegramente en Argentina, evidencia que existen capacidades regionales concretas cuando hay voluntad política (CONICET 2023). El vaciamiento del ISAGS –instituto técnico de UNASUR– implicó perder una herramienta clave para coordinar políticas, formar técnicos y fortalecer la soberanía en salud pública. La integración sanitaria es, así, una política de defensa de la vida y un antídoto contra las amenazas globales. Su valor no reside en la retórica, sino en su capacidad de anticipar riesgos y ofrecer respuestas conjuntas.
En un contexto internacional fragmentado, Federico Merke (2023) propone que la política exterior argentina actúe como brazo de una estrategia de desarrollo. La transición energética, la digitalización y el rediseño de las cadenas globales requieren una inserción internacional alineada con la sostenibilidad, la inclusión y el empleo genuino. Para ello, es necesario reemplazar una diplomacia reactiva por una estrategia activa que articule la política industrial con los desafíos del presente.
Merke retoma el concepto de “realismo ecológico” de Stewart Patrick, el cual redefine el interés nacional incorporando la biosfera como preocupación estratégica. A diferencia del realismo tradicional, centrado en la seguridad estatal, el ecológico pone el foco en la sostenibilidad planetaria como base de toda seguridad. Desde esta mirada, la política exterior debe promover el financiamiento climático, los bonos verdes, la trazabilidad ambiental y una regulación que inserte a Argentina en mercados exigentes. La transición energética es también una oportunidad para reposicionar al país como proveedor de bienes estratégicos como el litio, el hidrógeno verde y el conocimiento aplicado.
La región debe decidir si seguirá exportando recursos sin valor agregado o si impulsará una industrialización energética estratégica. Argentina, Bolivia y Chile concentran más del 60% del litio global, pero lo exportan sin coordinación ni políticas conjuntas. A diferencia de América Latina, la OPEP logró articular una plataforma colectiva para regular precios y maximizar beneficios. Aunque los contextos son distintos, muestra que es posible evitar la competencia destructiva y fortalecer el poder negociador. Integrada, América Latina tendría volumen, legitimidad y capacidad técnica para liderar una transición energética justa. Esto requiere interconexión de redes, planificación compartida, marcos regulatorios armonizados y una visión común sobre el desarrollo: uno basado en la soberanía, la justicia ambiental y el valor agregado regional.
La movilidad sustentable es otra oportunidad. Con recursos clave como el litio y el cobre, y con capacidad industrial instalada, la región puede construir una industria del transporte sostenible con alto impacto en empleo, balanza de pagos y encadenamientos productivos. Equipos vinculados a petróleo, gas y energías limpias (como aerogeneradores) abren nuevas oportunidades. A esto se suma la digitalización, donde América Latina destaca por su economía del conocimiento, configurando una agenda de desarrollo productivo y científico-tecnológico regional.
Desde una mirada peronista, la integración no significa ceder soberanía, sino multiplicarla. Como decía Juan Domingo Perón, “nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Ningún país puede sostener su autonomía si sus vecinos caen en la dependencia. Integrarse es cooperar racional y solidariamente. Es construir poder común en ciencia, salud, energía y producción. La política exterior no debe replicar los intereses de las potencias, sino proyectar un país con autonomía, lo que también vale para la región: pensarse como sujeto colectivo de su destino.
En ciencia y tecnología, la región sufre baja inversión en I+D (0,7% del PBI frente al 2,7% en la OCDE y más del 4% en Corea del Sur), fuga de cerebros, dependencia tecnológica y escasa cooperación. Sin embargo, existen antecedentes valiosos: movilidad académica regional, redes universitarias del MERCOSUR, fondos de ciencia y plataformas de datos compartidas. Reducir barreras migratorias para estudiantes e investigadores, armonizar visados, establecer becas y reconocer trayectorias equivalentes es clave para democratizar el conocimiento y construir soberanía cognitiva frente al Norte Global y las grandes plataformas tecnológicas.
La integración debe ser una agenda concreta, con políticas, presupuestos y cronogramas. Un error persistente fue pensarla solo en términos comerciales, limitándola a la baja de aranceles o la liberalización. Ese enfoque tecnocrático redujo el regionalismo a la administración del statu quo. Una integración transformadora debe ser integral: incluir educación superior (movilidad, acreditación común), ciencia y tecnología (fondos regionales), salud (producción y distribución compartida), energía (transición planificada) e infraestructura digital (soberanía tecnológica). Ejemplos como el Programa ESCALA, el ISAGS, el Gasoducto Néstor Kirchner o las redes universitarias del MERCOSUR son antecedentes que pueden fortalecerse.
La integración no puede reducirse a intereses comerciales ni copiar modelos externos. Debe construirse desde nuestras necesidades, territorios y capacidades. América Latina tiene recursos, talento y voluntad popular; falta una dirigencia capaz de mirar más allá de las fronteras y asumir un compromiso real con una integración estratégica, multidimensional y transformadora. La integración debe sentirse en la vida cotidiana: al mejorar la calidad de vida, redistribuir oportunidades y ampliar derechos. Es una apuesta por otra forma de estar en el mundo: más justa, más humana, más latinoamericana.
La región no puede seguir improvisando: debe planificar estratégicamente su destino común, con políticas viables y comprometidas con el bienestar de los pueblos. Porque sin integración sostenida, no hay emancipación real. La integración latinoamericana no surge en armonía ni avanza sin tensiones. Está atravesada por disputas ideológicas, asimetrías económicas y visiones enfrentadas del desarrollo. Reconocerlas no es una debilidad, sino una condición para avanzar. Comprenderlas permite trazar caminos hacia una integración firme, duradera y transformadora.
Hoy conviven enfoques contrapuestos: unos que conciben la integración como adaptación pasiva al mercado global y otros que la entienden como herramienta para fortalecer la acción colectiva del Sur. Existen también tensiones entre modelos centralizados y propuestas que promueven una participación activa de pueblos, juventudes y organizaciones comunitarias. Las estrategias de desarrollo también se disputan entre recetas estandarizadas y enfoques situados, sensibles a las realidades locales. Lejos de frenar el proceso, estas tensiones pueden dinamizarlo si se abordan con responsabilidad política. Para avanzar, se requiere construir consensos, abrir el diálogo plural y animarse a compartir decisiones.
Hace falta una dirigencia comprometida con un horizonte común, que convoque a las mayorías y no las postergue. La integración no puede ser solo técnica ni un asunto entre cancillerías: debe ser un proyecto de transformación regional, capaz de mejorar vidas, redistribuir poder y ampliar derechos. En definitiva, debe ser una apuesta decidida por una América Latina soberana, justa y unida.
NUEVAS COORDENADAS REGIONALES: DEL CONSENSO DE BRASILIA A LA COP30
En un escenario internacional marcado por la fragmentación geopolítica, la ofensiva de las derechas extremas y múltiples crisis sistémicas –ambiental, económica, democrática y alimentaria–, América Latina ha comenzado a rearticular una hoja de ruta común. Lejos de tratarse de un proceso uniforme, la integración regional en América Latina se ha caracterizado históricamente por su condición pendular. No avanza de manera lineal, sino por ciclos, marchas y contramarchas, impulsos políticos y retrocesos impuestos por factores internos y externos.
La Cumbre de Presidentes sudamericanos convocada por Lula da Silva en mayo de 2023 en Brasilia constituyó un punto de inflexión. El denominado Consenso de Brasilia no fue un acuerdo jurídico-institucional ni la creación de un nuevo organismo, sino un gesto político fundacional: la decisión de los jefes y jefas de Estado de volver a pensarse como región, dialogar sin tutelajes externos y reconstruir los lazos estratégicos necesarios para enfrentar los desafíos compartidos. En la Argentina, la gestión de Alberto Fernández acompañó con compromiso esta iniciativa, entendiendo que el relanzamiento del diálogo político regional no podía seguir postergándose.
El Consenso de Brasilia recuperó la idea –presente ya en la Iniciativa Mujica, promovida por el expresidente uruguayo a comienzos de 2023– de que la integración no puede depender exclusivamente de afinidades ideológicas ni estructuras rígidas. Al contrario, requiere acuerdos concretos, sinérgicos, flexibles y sostenidos en el tiempo. En este sentido, se inscribe en lo que autores han definido como un “regionalismo poshegemónico”, es decir, un enfoque que prioriza la cooperación Sur-Sur, la autonomía relativa, la inclusión social y la pluralidad de actores, superando el corsé institucional de la integración tradicional.
El Consenso de Brasilia propuso así una gobernanza regional flexible, pragmática y soberana, con capacidad de actuar frente al reordenamiento del sistema internacional. En este marco, los 12 mandatarios discutieron temas cruciales: transición energética, lucha contra el hambre, cooperación en salud, sistemas alimentarios sustentados en la agricultura tradicional, conectividad digital, defensa y ciberseguridad.
Pero como tantas veces en nuestra historia regional, el impulso integrador encontró rápidamente obstáculos. La falta de continuidad política en algunos países, el recrudecimiento del conflicto en torno a la situación venezolana, y las tensiones ideológicas entre gobiernos comenzaron a enfriar el proceso. Esta dinámica es parte de lo que Briceño Ruiz (2014) describe como la "condición reversible" del regionalismo en América Latina: una integración que avanza cuando hay condiciones favorables, pero que retrocede con rapidez ante los cambios de ciclo político. Sin embargo, esta fragilidad no debe conducir al escepticismo. La historia demuestra que el regionalismo latinoamericano es resiliente y que se recompone a partir de nuevos liderazgos, coyunturas estratégicas y oportunidades externas.
Una de esas oportunidades es, sin duda, la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP30), que se celebrará en 2025 en la ciudad amazónica de Belém do Pará. No es un dato menor: por primera vez, la conferencia climática más importante del mundo se realizará en el corazón de la Amazonía, uno de los ecosistemas más vitales y amenazados del planeta. Esta localización simbólica y geopolítica convierte a la COP30 en una oportunidad histórica para que América Latina se reposicione como actor global en la agenda ambiental, visibilizando la deuda ecológica del Norte, denunciando las asimetrías del régimen climático internacional y proponiendo una transición justa desde el Sur Global.
Este nuevo impulso puede articularse con el legado del Consenso de Brasilia para proyectar un regionalismo de nuevo tipo: ambiental, soberano, posneoliberal, popular y multiactoral. La región posee recursos estratégicos –biodiversidad, agua dulce, litio, cobre, energía solar y eólica– que pueden ser palancas de desarrollo endógeno y cooperación regional si se articulan con una política científica, industrial y tecnológica común. Pero si no se avanza en una coordinación regional, el riesgo es repetir el patrón histórico de inserción subordinada: exportadores de naturaleza, importadores de tecnología.
La batalla por la integración, por tanto, no se libra solamente en los despachos presidenciales ni en las cumbres internacionales. Se juega en las escuelas, en las universidades, en las organizaciones sociales y sindicales, en los medios de comunicación, en los movimientos ambientalistas, en las cámaras empresariales. Es una batalla cultural, pedagógica y civilizatoria que requiere voluntad política, conciencia popular y horizonte estratégico.
A dos años del Consenso de Brasilia, la iniciativa impulsada por Lula da Silva demostró que la integración regional no está muerta, sino que exige ser permanentemente reactivada, con imaginación política, voluntad de cooperación y vínculos concretos entre Estados y pueblos. En un escenario atravesado por la desarticulación de mecanismos previos como UNASUR y el abandono de instancias comunes durante los años más duros de la pandemia, la convocatoria de 2023 permitió recomponer un diagnóstico compartido entre los doce presidentes sudamericanos: la región enfrenta desafíos comunes que no pueden abordarse de forma aislada.
Ese espíritu se tradujo en la adopción de una Hoja de Ruta para la integración, con 17 áreas prioritarias y criterios claros para evitar duplicaciones institucionales: reuniones flexibles, sin burocracia, sin sede fija, pero con continuidad política y técnica. Además, se propuso un nuevo fondo para financiar proyectos regionales estratégicos –con respaldo de CAF, BNDES, BID y FONPLATA– que permita dejar atrás el “regionalismo declarativo” y avanzar hacia una cooperación material con impacto en la vida cotidiana de nuestros pueblos.
Sin embargo, como ha sido habitual en la historia del regionalismo latinoamericano, los avances del Consenso de Brasilia enfrentaron obstáculos significativos. Con el cambio de orientación política en algunos países, particularmente en Argentina bajo el gobierno de Javier Milei, la iniciativa perdió impulso. En lugar de profundizar los mecanismos de integración, se consolidó un giro unilateral, ideológicamente hostil a los espacios multilaterales regionales y alineado con una lógica de subordinación geopolítica. Esta ruptura implicó que Argentina se retirara de una agenda que prioriza el desarrollo conjunto de cadenas de valor, la transición energética, la defensa regional, el cuidado del Amazonas y la soberanía científica y educativa. Podría perderse la oportunidad de que Argentina participe activamente en una arquitectura cooperativa que, lejos de negar las diferencias, se apoya en intereses comunes para ampliar los márgenes de autonomía regional. Pero no debemos permitir que la voluntad de un solo gobierno defina el horizonte histórico de una nación que ha sido, en múltiples momentos, protagonista de la integración regional. Tanto con Néstor Kirchner, quien impulsó con firmeza el rechazo al ALCA y promovió una visión autónoma y solidaria del Mercosur; como con Cristina Fernández de Kirchner, que lideró la creación de UNASUR como espacio de concertación política sudamericana y sostuvo con decisión la defensa de la soberanía regional frente a intentos de injerencia externa; y con Alberto Fernández, que logró por primera vez la presidencia de la CELAC y sostuvo un rol articulador en el retorno de Brasil al espacio regional, Argentina demostró que su política exterior puede y debe jugar un papel constructivo en el entramado sudamericano. La integración es parte del ADN político de nuestra región, y su sostenimiento trasciende ciclos de gobierno. Por eso, es vital que los sectores sociales, institucionales y políticos comprometidos con el destino común de América del Sur insistan en sostener los vínculos y forjar consensos más allá de las coyunturas.
Como toda construcción política colectiva, el proceso de integración regional no avanza en línea recta. El Consenso de Brasilia volvió a encender una chispa tras varios años de retrocesos, pero sus logros son todavía frágiles. La situación política de Venezuela, por ejemplo, volvió a tensar los consensos entre los gobiernos sudamericanos. Mientras algunos países promovieron el diálogo con el gobierno de Nicolás Maduro como parte de una estrategia de no intervención y búsqueda de soluciones regionales, otros adoptaron posturas más críticas, priorizando su alineamiento con actores extrarregionales. Esta divergencia reflejó las tensiones profundas que aún persisten en torno al modo de abordar los conflictos internos de los países sudamericanos y evidenció la ausencia de mecanismos sólidos de concertación política regional. Venezuela se convirtió así en un punto de inflexión: o se avanza hacia una arquitectura de integración que permita tramitar las diferencias mediante el diálogo político, o se corre el riesgo de que las disputas nacionales vuelvan a fragmentar el horizonte regional común. Sin embargo, estos conflictos no deben ser leídos como fracasos estructurales, sino como parte de una dinámica histórica donde el regionalismo avanza cuando hay voluntad política y retrocede cuando se imponen los intereses fragmentarios o las presiones externas. La clave está en construir mecanismos que puedan sostenerse incluso frente a las diferencias. De eso se trata nuestra integración: de no abandonar el proyecto común cuando surgen los desacuerdos, sino de anclarse en lo compartido para retomar el impulso cuando las condiciones lo permiten.
La COP30, que se celebrará en Belém en 2025, debe ser un punto de inflexión. Argentina no puede seguir ausente de los principales espacios de articulación regional si pretende tener peso en las discusiones estratégicas del siglo XXI. La agenda climática, energética y productiva del continente requiere presencia activa y propuestas concretas.
LA INTEGRACIÓN AMBIENTAL DESDE EL SUR
La realización de la COP30 en noviembre de 2025 en la ciudad de Belém do Pará, en plena Amazonía brasileña, representa un hecho geopolítico de gran trascendencia para América Latina y el Sur Global. No se trata solo de una sede administrativa o un país anfitrión. Es, ante todo, una toma de posición: ubicar el centro del debate climático global en el bioma más estratégico –y amenazado– del planeta, reconociendo el rol insustituible que América del Sur, y especialmente Brasil, deben jugar en la transición ecológica y en la defensa de los bienes comunes.
La elección de Belém como sede de la COP30 condensa una narrativa que combina diplomacia ambiental, liderazgo regional y justicia climática. La Amazonía, históricamente reducida a un territorio extractivo bajo las lógicas coloniales del “desarrollo sin pueblo”, se transforma así en plataforma para una nueva arquitectura multilateral ambiental desde el Sur. No es casual que esta COP se realice en una ciudad con fuerte impronta amazónica, multicultural e históricamente periférica en la toma de decisiones globales. Como expresó el presidente Luiz Inácio Lula da Silva en la apertura de la Cumbre Brasil-Caribe del 13 de junio de 2025: “necesitamos llegar unidos a la COP30” y hacerlo con una voz propia que dispute sentidos, agendas y mecanismos financieros desde las realidades del Sur.
Este posicionamiento está en línea con la estrategia que Brasil viene desarrollando bajo el liderazgo de Lula, la cual entiende que la integración regional y la agenda ambiental no son caminos paralelos, sino procesos mutuamente reforzantes. En su discurso ante líderes caribeños, Lula subrayó que el éxito de la COP30 dependerá del “grado de ambición” de las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC), pero también de la capacidad del Sur Global de actuar de manera coordinada frente al incumplimiento sistemático de los compromisos climáticos por parte de los países industrializados. “Corresponde a los países ricos cumplir con sus responsabilidades”, advirtió, y propuso un enfoque pragmático de cooperación técnica, tecnológica y financiera entre países del Sur.
Desde esa lógica, Brasil impulsa la articulación de múltiples dimensiones de la agenda ambiental: adaptación, financiamiento, monitoreo satelital, preservación de los océanos, acceso a tecnologías limpias, y transición energética justa. Este liderazgo se expresa también en el relanzamiento del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) como herramienta de monitoreo climático regional, la reapertura de embajadas cerradas en el Caribe, y la creación de redes de cooperación con países de menor desarrollo relativo para el diseño de NDC ambiciosas pero realistas.
De las treinta ediciones realizadas de la Conferencia de las Partes (COP) desde 1995, más de la mitad han tenido lugar en ciudades europeas, reafirmando una geografía del poder climático global que ha tendido históricamente a concentrar la toma de decisiones en el Norte Global. En el contexto europeo, por ejemplo, Alemania fue sede en tres ocasiones (en Berlín, 1995, y en Bonn, 1999 y 2004). Sin embargo, América del Sur ha sido anfitriona en apenas tres oportunidades: en Buenos Aires (1998 y 2004) y en Lima (2014), con Argentina como único país del Sur Global que ha albergado dos ediciones. Es de observar, asimismo, que han pasado más de diez años desde la última vez que la región sudamericana estuvo en el centro del tablero climático internacional. La COP30, que se celebrará en noviembre de 2025 en Belém do Pará, marca un giro histórico: será la primera vez que una COP tenga lugar en un territorio amazónico, llevando el corazón del debate ambiental al corazón mismo de uno de los ecosistemas más vitales y amenazados del planeta. Conversar en estas latitudes interpela la arquitectura misma de la gobernanza climática global y abre una oportunidad única para reequilibrar la voz del Sur en el diseño de soluciones para la crisis ecológica planetaria.
La COP30 se configura así como una oportunidad política de alto impacto para revitalizar un regionalismo latinoamericano con eje ambiental, popular, soberano y multiactoral. Esta visión entronca con el paradigma del desarrollo estructuralista y autonomista que desde la CEPAL hasta pensadores contemporáneos del Sur han defendido: no puede haber desarrollo sin autonomía tecnológica, ni transición ecológica sin justicia social. Brasil, al asumir el copresidencia de la Alianza para las NDC junto a Dinamarca, propone una estrategia que combina financiamiento, planificación energética, seguridad alimentaria y transferencia tecnológica como pilares de una cooperación Sur-Sur climática con vocación transformadora.
La centralidad de la Amazonía coloca en el corazón de la gobernanza climática global a un territorio históricamente invisibilizado, y a los pueblos que lo habitan. Se trata de un gesto de reparación epistémica, política y ambiental. En palabras de Lula, la región “que comparte este pasado [colonial] con Brasil también puede formar parte de este futuro” sostenible y justo. En este contexto, la COP30 puede y debe ser una plataforma para relanzar el Consenso de Brasilia bajo una nueva clave: la integración ambiental como vector de desarrollo regional.
Brasil, con su historia de liderazgo ambiental, su capacidad científica y su vocación integradora, está en condiciones de convocar a los países de América Latina y el Caribe a construir una estrategia conjunta hacia Belém. Se trata de abandonar la fragmentación, compartir capacidades, disputar financiamiento climático y consolidar un bloque regional en defensa de los intereses del Sur. Como afirma la literatura sobre regionalismo poshegemónico (Riggirozzi y Tussie 2012), se abre una oportunidad para construir “estructuras de oportunidad” que fortalezcan una integración más política, más plural y más autónoma. La COP30 en Belém no será una COP más. Puede ser la COP de América Latina. De nuestra Amazonía. De nuestro Sur. De nuestras agendas. Pero solo lo será si logramos que el reclamo por justicia climática y transición justa se articule con un proyecto político de integración regional sostenido por los pueblos.
Desaprovechar este momento sería una renuncia a nuestra posibilidad de ser protagonistas. La integración regional no puede seguir siendo un eslogan vacío ni un expediente archivado en los ministerios. Es una herramienta concreta, estratégica, imprescindible para el desarrollo de nuestros pueblos. Lo que está en juego no es una preferencia ideológica ni una coyuntura táctica, sino la posibilidad de definir colectivamente nuestro destino en un mundo cada vez más incierto. Como se pudo y se supo construir en la etapa de UNASUR, con voluntad política, vocación de entendimiento y visión estratégica, incluso en contextos con presidencias de distintos tintes ideológicos, hoy también es posible avanzar hacia una nueva etapa integradora.
Creemos profundamente en el regionalismo como vía para una inserción internacional soberana, cooperativa y solidaria. Por eso, debemos estar a la altura. La historia nos está llamando. Y América Latina tiene todo para responder con unidad, coraje y proyecto.
CONCLUSIÓN: INTEGRACIÓN O IRRELEVANCIA
América Latina se encuentra hoy en una encrucijada. La combinación de una crisis global multidimensional, una arquitectura internacional cada vez más polarizada y la emergencia de nuevas tecnologías que reconfiguran el poder mundial colocan a nuestra región frente a una elección decisiva: profundizar la fragmentación o asumir el desafío histórico de la integración. Este artículo ha planteado que integrar no es una consigna vacía ni un acto burocrático: es una decisión política que atraviesa todos los planos de la vida colectiva, desde la salud pública hasta la soberanía tecnológica, desde la educación hasta la matriz energética, desde el territorio, sus recursos y sus poblaciones hasta formas de producción compatibles con una vida digna y sana en esos territorios.
A contramano de las tesis que consideran la integración como un reflejo coyuntural, Lorenzini y Pereyra Doval (2023) sostienen que el regionalismo constituye un eje estructurante y persistente de la política exterior argentina desde la recuperación democrática. Esta continuidad, más allá de las oscilaciones ideológicas de los gobiernos, se explica por una memoria integracionista activa, sedimentada históricamente como parte de una política de Estado. Así, la integración no es una herramienta meramente funcional, sino un componente estratégico que expresa una visión sobre el lugar de la Argentina en el mundo y su vínculo con la región.
Lejos de entender la integración como un mero instrumento técnico o comercial, las autoras destacan que se trata de una apuesta política anclada en una concepción de autonomía colectiva. En contextos de creciente incertidumbre internacional, esta perspectiva retoma y actualiza tradiciones intelectuales latinoamericanas que conciben al regionalismo como una plataforma para la soberanía compartida. Desde esta óptica, integrar no es sumar Estados, sino construir poder común, disputar sentidos globales y ampliar los márgenes de maniobra frente a un orden internacional excluyente.
La integración regional no puede seguir pensándose solo como un instrumento comercial ni como un reflejo de afinidades coyunturales entre gobiernos. Es un proyecto estratégico que requiere visión, coraje y pedagogía política. Un proyecto que debe apoyarse en la participación popular, en la cooperación multiactoral, en una institucionalidad flexible pero sólida y en una narrativa compartida que vuelva a entusiasmar a los pueblos de América Latina con su destino común. Se trata de poder articular los problemas y desafíos que atañen a la población que reside en esta región con soluciones a escala regional, ancladas en el ejercicio soberano que supone un plan de desarrollo con justicia social.
El futuro de la región no está escrito. Lo que está en juego no es una utopía retórica, sino la posibilidad concreta de construir un orden regional más justo, soberano y solidario. Como lo han demostrado experiencias recientes –y como lo expresa el legado de líderes como el entrañable Pepe Mujica–, la integración latinoamericana es posible si se la asume como prioridad política, como política pública y como horizonte cultural.
Integrar no es solo resistir: es proponer, crear, unir. Es volver a creer que un destino colectivo es posible desde el Sur. Hacerlo realidad exige voluntad política, compromiso social y una ética del encuentro que recupere lo mejor de nuestra historia para proyectarlo hacia el porvenir.
Bibliografía
Briceño-Ruiz, J., & A. Ribeiro Hoffmann. 2015. “Post-hegemonic regionalism, UNASUR, and the reconfiguration of regional cooperation in South America”. Canadian Journal of Latin American and Caribbean Studies 40 (1): 48-62. https://doi.org/10.1080/08263663.2015.1031475.
CEPAL. 2020. La innovación para el desarrollo en América Latina: El papel de la política pública. Comisión Económica para América Latina y el Caribe.
Fundación Carolina. 2023. América Latina y el Caribe en transición: Propuestas para una integración renovada. Fundación Carolina.
Lorenzini, M. E., & G. Pereyra Doval. 2023. “Cuarenta años de política exterior en democracia: La integración regional como política de Estado”. Temas y Debates 27 (especial): 113-123. https://doi.org/10.35305/tyd.vi.640.
Merke, M. F. 2023. “Argentina en un mundo fragmentado: la necesidad de renovar la política exterior”. Foreign Affairs Latinoamérica 23 (3): 44-50. https://ri.conicet.gov.ar/handle/11336/231161.
Riggirozzi, P., & D. Tussie. 2012. The Rise of Post-Hegemonic Regionalism: The Case of Latin America. Springer.
Sanahuja, J. A. 2012. “Post-Liberal Regionalism in South America: The Case of UNASUR”. EUI Working Papers, RSCAS 2012/05. https://hdl.handle.net/1814/20394.
Simonoff, A. C. & M. E. Lorenzini. 2019. “Autonomía e integración en las teorías del Sur: Desentrañando el pensamiento de Hélio Jaguaribe y Juan Carlos Puig”. Iberoamericana, 48 (1): 96-106. http://doi.org/10.16993/iberoamericana.417.
Tokatlian, J. G. 2012. “Latinoamérica y el complejo integracionista: un concepto a debate”. Desarrollo Económico 51 (204): 475-492. https://biblioteca.bcrp.gob.pe/permalink/51BCDRDP_INST/1579qdh/cdi_jstor_primary_23612355.
Recibido: 16 de julio de 2025Recibido: 16 de julio de 2025
Aceptado para publicación: 18 de julio de 2025
Copyright © 2023 CEBRI-Revista. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia de atribución de Creative Commons, que permite el uso, distribución y reproducción sin restricciones en cualquier medio, siempre que el artículo original se cite correctamente.